sábado, 27 de agosto de 2011

Soberbia

Una constante en todas la culturas es que tienen una religión, lo que indica la necesidad antropología de la especie humana en creencias de este tipo.

Por un lado explicar la naturaleza que nos rodea era un reto imposible para la mente humana, siendo irresistible la tentación de atribuir su creación, atributos, perfección y complejidad a la labor de alguien muy por encima de los humanos: Dios. Por otro lado el hombre siempre ha vivido angustiado por sus problemas cotidianos, por los dones y los daños de los fenómenos naturales, y sobre todo ha sentido pánico por el vacío después de la muerte. Este mismo Dios que explicaba la inexplicable naturaleza debía ser pues un Dios ocupado en su obra, que procurara consuelo en el día a día, domara la naturaleza y asegurara una vida eterna y feliz después de la muerte.

La fuerza de la necesidad de religión permitió a las distintas culturas aprovecharla para cohesionar la sociedad. Partieron pues de la religión los preceptos éticos o incluso legales (los Mandamientos) que permitían la convivencia pacífica entre todos y la ayuda a los débiles, a imagen y semejanza de la ayuda a Dios implorada por los humanos.

La fuerza unificadora de la religión alcanzó su máxima expresión en las religiones monoteístas. Los preceptos y creencias religiosas no debían ser tema de discusión, por lo que se optó por una solución radical, atribuyéndose directamente a Dios la revelación de todo lo que era correcto e incorrecto, por lo que quedó zanjada cualquier discusión. No obstante permanecieron las disputas por los detalles menores, las llamadas herejías, siendo necesario que alguien fuera autorizado a tener la exclusiva en la interpretación definitiva de la palabra de Dios.

El poder de una religión sin fisuras era inmenso, y eso explica que aunque las distintas religiones nacieron como revoluciones apoyadas por los más pobres, terminaron siendo domadas por los poderosos, compartiendo siempre nobleza y jerarquía del clero el poder y la riqueza.

Pero desde hace no mucho tiempo la situación es bien distinta. La ciencia ha logrado explicar la complejidad de la naturaleza con una coherencia que ha ridiculizado las supuestas verdades reveladas tal como estaban escritas en los textos de referencia. Existe una ética laica y un catálogo de leyes que resuelven satisfactoriamente la convivencia entre humanos, y son obra del hombre, no revelación divina.

Algunos tabúes religiosos partían de las necesidades de las tribus antiguas. El ejemplo más claro es la restricción a la sexualidad, comprensible por el riesgo de embarazos no deseados, enfermedades venéreas y sobre todo por la dificultad de asegurar la paternidad del elemento dominante, el varón. Entre la píldora anticonceptiva, la liberación de la mujer, y los deseos de libertad y autorrealización, estas restricciones cuando impuestas son obsoletas para la mayoría de la población, católicos incluidos.

Queda pues como único incuestionable de la religión la fe de los creyentes, y su deseo sincero de ser felices en su amor a Dios y a sus semejantes, tanto en los dichos como en los hechos. La religión es pues una lícita opciones de los creyentes, que debe ser respetada por los demás, pero no una cuestión que deba afectar en lo más mínimo al cuerpo social en su conjunto.

En este contexto pecan de soberbia quienes desde una creencia religiosa personal afirman que son los depositarios de la única verdad, y arremeten contra los que ajenos a estas creencias desean buscar su propio camino hacia la felicidad, la convivencia, e incluso hacia el amor y la verdad. Y eso es más o menos lo que ha dicho Benedicto XVI en su reciente visita a Madrid. Asegurar que se posee el monopolio de la verdad es la antesala de la intolerancia contra los demás, y por desgracia el historial de dolor y sangre por intolerancia de base confesional es tan amplio que convendría que los lideres religiosos del siglo XXI practicaran la virtud de la humildad.

Damián Zamorano Vázquez
Estepona Información. 26.8.2011

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